Fue un amanecer de frío en la metrópoli. La escarcha formaba una homogénea capa que difuminaba las formas de la ciudad. El sol brillaba fuerte exigiendo un lugar en lo alto, por encima de los omnipresentes rascacielos que se erguían a lo ancho y largo de la extensa llanura de la ciudad. Estaban envueltos en una nube de humo de las altas chimeneas de las fábricas vecinas y el efecto que los rayos de sol producían a través de la humareda, daba un aspecto demasiado misterioso a aquella ciudad.
Se despertó de pronto. El motor de los coches de los más madrugadores rugía por todas las calles y el claxon de alguno de ellos hizo que se levantara de la cama, a pesar del cansancio.
Tenía la cara blanca, sólo dos venas verdes rompían la perfecta albura de su rostro. Do venas verdes y dos oscuros cercos kilométricos que, como dos pregoneros, resumían y explicaban la noche anterior. Anduvo hasta la cocina, se sirvió el escaso café que quedaba, pesado y frío, en la cafetera. Se lo bebió sin pensar. Su rostro se estremeció en un gesto de repulsión. Ne le gustaba el café solo.
Encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. Contempló unos instantes la poca actividad de la calle. Expulsaba el humo contra el cristal, con rabia, con fuerza. En ese momento llamaron enérgicamente a la puerta. Giró la cabeza y clavó los ojos en el buzón negro que habían en la parte inferior. De nuevo aporrearon (la puerta) durante un rato. No hizo caso. Cuando bajó la cabeza, cayó un paquete, como un sobre grande, por el buzón de la puerta. No hizo caso. Volvió la vista hacia la ventana al tiempo que la ceniza del cigarrillo se precipitaba sobre la alfombra. No se dio cuenta.
Ordenó los folios de la mesa, apagó el cigarrillo y se sentó. Parecía pensativa y su cabeza parecía estar ahogada en la preocupación.
Se duchó y se vistió.
Ya se oían gritos, lamentos y frenazos en la calle. La ciudad había recobrado su dinamismo diario y la agitación se apoderaba de los omnipresentes rascacielos.
Se decidió, al fin, a abrir el paquete. Dentro encontró su agenda, dos fotos, un lápiz despuntado y algunos folios sobre antiguos asuntos que los tiró inmediatamente a la papelera. Eran los últimos objetos que quedaban en su antigua oficina y que algún empleado se los acercó a casa para evitar que ella tuviera que volver para cogerlos.
Definitivamente, se había quedado sin trabajo. Sus ojos, pequeños y ocultados por las ojeras, dejaron caer dos o tres lágrimas. Entonces sonó, de nuevo, la puerta. Tampoco hizo caso.
Estaba aturdida, cansada, confusa. Había perdido su trabajo, alguien llamaba a la puerta.
Abrió la ventana para respirar aire, vida, algo por lo que seguir adelante. De pronto, el inmenso vacío, la sobrecogedora altura la emocionó. La calle seguía igual, prisa alaridos inundaban todas las angostas callejuelas de la triste ciudad.
Decidió arrojarse. Nadie se inmutó. Nadie llegó al tarde al trabajo esa mañana. Únicamente un par de curiosos vagabundos se acercaron ante el estrepitoso sonido de las ambulancias. A nadie le importó.
1.10.08
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario